«El día que me fui de Rumanía, me encontré con mis amigos y compañeros del Bachillerato. Teníamos 18 años. Ellos iban al instituto. Yo me iba del país. Cuando supieron que iba a montar en un autobús rumbo a España, me dijeron que estaba loca, que qué iba a hacer aquí... Pero yo no me podía quedar allí. ¿A hacer qué, si mi familia no tenía dinero para mandarme a la universidad? No había oportunidades ni trabajo. Quería ser independiente y hacer mi vida con mis propias manos. Viajé desde mi pueblo hasta Ciudad Real. Vine a la vendimia».
Así comienza el relato de Andreea Dragoescu, que vive en Getxo desde hace años y tiene una tienda de productos típicos de su país. Aunque logró construir esa vida, incluso ha formado una familia aquí, está convencida de que su historia no es la más bonita ni la más feliz de cuantas pueden contarse. «Cuando migras hay experiencias muy duras, momentos muy tristes y mucha soledad. Pero, si no tienes otro remedio, ¿qué haces?», se pregunta mientras acomoda la mercadería que acaba de llegar.
Andreea viajó en septiembre con una amiga. «El padre de ella ya vivía en Ciudad Real. Por eso elegimos Castilla-La Mancha». Pasó los siguientes tres meses en el campo, vendimiando, aprendiendo el idioma con sus compañeros de faena. «Había dos viejitos que todavía trabajaban, pese a ser muy mayores. Con ellos aprendí a hablar. Me enseñaron desde palabras complicadas, esas que usan los abogados o los médicos, hasta palabrotas», recuerda con cariño.
En medio de su aventura, mientras descubría que «las manos se quedan negras con la vendimia y no hay cepillo que quite las manchas», la abuela de Andreea falleció. «Pensé en volver de inmediato, pero mis padres me detuvieron. Ya no podía hacer nada, la situación no iba a cambiar. Tenía que seguir luchando». Se quedó. Poco después, acabó la temporada de las uvas. Lo siguiente fue un golpe duro, otro desencanto: «el padre de mi amiga no resultó ser buena compañía, vamos a decirlo así. Me marché».
Andreea empezó a buscar trabajo en Ciudad Real. «Iba puerta por puerta, hablaba con las señoras en la calle... Podría haber elegido otro camino, claro. Pero yo respeto mi cuerpo. Siempre tuve muy claro que venía a trabajar, no a robar ni a prostituirme». Sola y sin ahorros, llamó a una prima suya que vivía en Bilbao. Le explicó la situación y su prima no dudó en decirle que se viniera a su casa. «Todavía me acuerdo de la espera en la estación de autobuses, en Madrid. Estuve un día entero. Cuando pienso en esa etapa me dan ganas de llorar», reconoce con un nudo en la garganta.
El primer trabajo
Su prima la recibió en Bilbao y en su casa. Mientras Andreea buscaba trabajo -tardó cuatro meses en conseguir el primero- se dedicó a las tareas domésticas. «Qué menos -dice-. Mi prima me animaba mucho, me decía que no me diera por vencida, me hizo sitio en su casa... Lo mínimo que podía hacer yo era mantener todo limpio, cocinar. Cuando encontré mi primer trabajo, en casa de una señora, compré algunas chuches para mis sobrinos». Las cosas empezaron a ir mejor. En esa época, además, Andreea conoció al hombre que hoy es su marido. «Él también es rumano. Somos de dos pueblos que están a mil kilómetros de distancia entre sí y, mira cómo son las cosas, acabamos conociéndonos aquí».
Durante un buen tiempo, Andreea se dedicó al cuidado de niños. «Hubo un par de pequeñas, en Las Arenas. Ellas terminaron de enseñarme a hablar en castellano: si me equivocaba, me corregían», relata con una dicción impecable. Claro que, para lenguas, nada como su propio hijo, que «tiene ya tres años y habla tres idiomas. Cuando se pone a hablar en euskera no hay quien lo entienda. Mi marido y yo solo sabemos lo básico: kaixo, agur y contar hasta diez», admite.
«Queremos que nuestro hijo tenga una vida mejor que la nuestra, que no tenga que marcharse obligado por las circunstancias. Él es todo para nosotros y también para los abuelos, que han venido a conocerle, pero siguen en Rumanía», explica. «Esa es quizá la parte más difícil ahora, la distancia. Nosotros no podemos volver allí porque la situación es peor que antes y ni se nos pasa por la cabeza vivir de la pensión de nuestros padres. Y ellos tienen allí su vida, su casa, sus gallinas... Cuando vino mi madre, mi padre se quedó al cuidado de los pollos. Pero ella acabó yéndose antes de lo previsto. Decía que mi padre no sabía cuidarlos bien, que se le iban a morir y que no tendrían qué comer en invierno».
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